viernes, 31 de enero de 2014

TODOS LOS BUENOS SOLDADOS de DAVID TORRES

TORRES, DavidTodos los buenos soldados (Editorial Planeta. Barcelona 2014. 269 páginas + 1 hoja).
   El éxito de El tiempo entre costuras podría ser un punto de partida del renacimiento de la novela colonial. Sería oportuno pensar que, casi agotado el filón de la Guerra Civil, los autores buscaran originalidad en el escenario africano. Allí se puede encontrar novedad, exotismo, pasiones, conflictos, etc., es decir lo que busca un novelista para componer un relato. Esto me llevaría a leer más novelas de las que tenía pensado hacer.

   David Torres no es un escritor bisoño ni es un nostálgico de la colonia que conoció por sí o por su familia. Es un escritor y periodista con oficio y tablas. Su estilo ágil, donde prima la acción continuada que mantiene al lector interesado sin decaimiento, le han proporcionado premios como el Dashiell Hammett y el Tigre Juan  por Niños de tiza (2008), fue finalista del Nadal con El gran silencio (2003) y acaba de publicar Punto de fisión 2011). Ahora nos lleva a Sidi Ifni, pasadas las primeras escaramuzas gordas de la guerra de 1956, entrados ya en la Navidad de 1957, y allí sitúa la acción de una novela negra de ambiente militar.
   El problema de las novelas sobre militares, sobre todo cuando se les quiere dar un aire humorístico, es que se cae fácilmente en la caricatura de algunos suboficiales que tienden a aparecer como payasos o subnormales. Y estos personajes forzados debilitan el mérito de la novela.
   Torres aprovecha el hecho real de la llegada de Gila y Carmen Sevilla a la ciudad marroquí para animar a los combatientes. Al primero de ellos lo toma como protagonista de un enredo de muertes y una investigación torpedeada. Luego lo deja cuando quiere desviar la acción hacia otro derrotero. La novela no es un ensayo sobre la vida en la colonia. En autor no es especialista en el tema y prefiere acertadamente no adentrarse en terrenos pantanosos. Más bien quiere adornar una intriga que podría desarrollarse en otro lugar con elementos exóticos del África occidental española.


   La novela discurre por un camino habitual en el género y se rompe en un final truculento y forzado. Previsible, pero aceptable. Quizá se le hubiera podido exigir más ingenio en el desenlace, eso es algo que se puede exigir a casi todos los libros.

lunes, 20 de enero de 2014

NOSTALGIAS COLONIALES (3). CASINO DE SANTA ISABEL de GEMMA FREIXAS

FREIXAS, Gemma: Casino de Santa Isabel (Editorial Proa. Barcelona 2013. 201 páginas).
   Dentro de la literatura nostálgica, con mayor o menor carga crítica, hay una línea de libros de memorias o recuerdos de antiguos coloniales. No son novelas propiamente dichas, sino las emociones pasadas de los que vivieron allí y comprenden que en su historia hay algo de singular, de diferente: El mundo perdido de las colonias. En este aspecto, hay algo de novelesco aunque correspondan a las vivencias reales. Y mucho de nostalgia. Todos ellos escritos después de la independencia de Guinea, tras haber reposado las emociones y filtrado la memoria. Recuperando estos relatos, nos encontramos con Apuntes en el camino (Sevilla 1977) de Enrique Soria Medina, parcialmente dedicado a Guinea. López Vicario recopiló su experiencia colonial en el libro En Guinea Ecuatorial, historiando sus venturas y desventuras (Valencia 1988). Y Carlos Fleitas Alonso hizo lo propio en Guinea. Episodios de la vida colonial  (Madrid 1989). Fernando García Gimeno, un antiguo colonial que ya es imprescindible en este tipo de literatura y que compagina los libros con las web, publicó su primera colección de andanzas en El paraíso verde perdido (1999).

   Especial interés tiene la parte de memorias referidas a Guinea del que fue el primer embajador español y vivió los acontecimientos narrados en la novela de Freixas. Juan Durán-Lóriga: Memorias diplomáticas (Madrid 1999).

   
   Más recuerdos guineanos los encontramos en Guinea en mi corazón (2002) de María del Carmen Lorenzo Delgado antigua residente en Batanga y Cacariaca,  Así en Guinea como en el cielo (2013) de Pedro Sanz Lallana y De Cieza a Fernando Poo (2013) de Amelia Pedreño emotivo libro en el que la autora cuenta la vida de su suegro en las tierras tropicales.

   También hay varias aportaciones catalanas a esta nostalgia guineana. Dieciocho años pasó en Río Muni Agustí Lorenzo Gacia que dio a la luz pública Vivències de Guinea (Barcelona 2001). Y seis fueron los pasados en Fernando Poo como funcionario por Joan M. Rubiés Trias, que nos deja el libro Històries de la Guinea Espanyola (Barcelona 2013). Estas aportaciones, y la novela de Freixas, nos dejan ver que la colonia catalana en el dominio español fue numerosa.


   Dentro de este panorama la única autentica novela es Casino de Santa Isabel. Está escrita en catalán y, por ahora, no ha sido traducida. Gemma Freixas conoce la colonia porque sus padres residieron allí y puede construir un ambiente basado en las experiencias familiares y las referencias escuchadas. Pero prefiere adornar estos recuerdos heredados dándoles un argumento de ficción que le permita desentrañas algunas de los vicios coloniales. Así construye una novela casi negra a través del asesinato de uno de los jefes del sindicato del cacao fernandino. Pero no hay que engañarse, no es una novela de crimen e investigador, sino que con ello trata de mostrar la sociedad española en Guinea en el último instante de la colonización, es decir en el primero del nuevo país independiente. La Guinea de Macías ya tenía un precedente en la literatura catalana con el raro libro de Miquel Ferrá Crònica de Guinea (1988) pero que, aunque tiene constantes referencias a la historia guineana, se trata de una novela post colonial y barcelonesa.

   La vida revuelta de los últimos españoles cuando se está desmontando la administración interpuesta. Es interesante rescatar el fraude que existió con las subvenciones. El cacao de la Guinea española era de mucha calidad, pero muy caro. En parte se debió a la política franquista de pagar salarios más altos que otros países competidores. Eso atrajo a los braceros de otras colonias, pero hizo muy poco competitivo el producto. Para evitarlo, se subvencionó. Con esto se consiguieron efectos perversos. Unos, que el chocolate español se hiciera con menos porcentaje de caco que el de otros países, sustituyéndolo por manteca o harina. Era ese chocolate tan malo que comíamos los niños españoles que ahora tenemos una edad. Por otro lado, algunos productores se dieron cuenta del negocio que era comprar cacao en Cabo Verde, por ejemplo y cobrar la subvención como si lo produjeran sus fincas. Una vez exportado, se recuperaba con creces el precio de compra. Si a este turbio asunto añadimos los ingredientes típicos de la trama colonial: Sexo con indígenas, abuso de poder, racismo…, tenemos un punto de partida para hacer interesante un relato. Pero este tipo de libros tienen una dificultad: Que narrar el ambiente descuide la tensión del argumento policial y viceversa. Tal vez en esa dificultad está la debilidad de la novela.


   La novela cobra intensidad según discurre un argumento al que le falta un poco de intriga inicial. Y la autora aprovecha para introducir un hecho determinante en la historia guinea, una serie de sucesos que comenzaron con una guerra de banderas, siguieron con la extraña muerte de Atanasio Ndongo, continuaron con la salida de la Guardia Civil por las calles de Santa Isabel y acabaron con la salida masiva de españoles y el desastre consiguiente de la nueva república. Unos hechos que fueron clasificados enseguida como materia reservada y que quedan pendientes de un estudio en profundidad. Tal vez la autora da por sabidos los acontecimientos y no los explica –con algún párrafo más- a los lectores no familiarizados con esta historia. La resolución de la novela es simple, podía haber imaginado al más retorcido pero es una solución ajustada a lo que pudo pasar en un momento de choque de intereses en un país sin autoridad efectiva. Algunas suposiciones sobre un posible apartheid parecen fuera de la lógica histórica pero dentro de la soberanía del narrador.

martes, 14 de enero de 2014

LA BATALLA DE CASTILLEJOS EN LA NOVELA

RODRÍGUEZ SOLÍS, E.: Batalla de Los Castillejos (Episodios de la Guerra de África) (Imprenta de “La última moda”. Colección Glorias de España nº 11. Madrid 1898. 32 páginas).
RIERA, Augusto: Castillejos (Colección La novela histórica nº 4. Publicaciones Iberia. Barcelona 1928. 134 páginas. Ilustraciones de R. Alcalá).
VALVERDE, Antonio: Los Castillejos (Editorial Aguilar. Colección El Globo de Colores. Madrid 1965. 86 páginas + 1 hoja. Ilustraciones de J. M. López Iglesias).

   La guerra contra el sultán que se desarrolló entre 1859 y 1860 fue muy literaria, aunque poco novelada. Aparecieron narraciones de la campaña de todos los tamaños, calidades y orientaciones. Se publicaron poemas y estrenaron obras de teatro o zarzuelas. Pero no es una campaña a la que se dedicaran novelas enteras. Hay, eso sí, fragmentos en las  obras de varios escritores desde Pérez Galdós a Luis Antonio de Vega. No obstante, hay algunos ejemplos.
   Dentro de la campaña, la batalla de Los Castillejos, al inicio, es un episodio brillante y un ejemplo de convertir un fracaso inicial en éxito. Castillejos era un pequeño aduar próximo a Ceuta, hoy la ciudad de Fnideq, donde desembocaba el llamado boquete de Anyera (desfiladero por donde confluían las tribus marroquíes). Los españoles iban demasiado confiados en su superioridad y se vieron sorprendidos por el empuje, fiereza y número del enemigo. Núñez de Arce escribía en su Recuerdos de la Guerra de África: La arremetida fue tan enérgica y vigorosa, que nuestras tropas se vieron obligadas a retirarse de casi todas sus posiciones. La morisma caía sobre nosotros con tanto estrépito y tanta furia, que ni a pedradas puedieron contener nuestras guerrillas su ímpetu siempre creciente. Empezaron a retroceder peligrosamente y el general Prim tuvo que arengar a las tropas de manera magistral, el llamado episodio de las mochilas porque corría riesgo de perderse la impedimenta del ejército español. Resultado de aquella iniciativa, y tras ponerse al frente de sus hombres, Prim consiguió una dura y trabajada victoria que fue la primera de una guerra triunfal. Prim, que ya era conde de Reus, fue recompensado con el marquesado de Los Castillejos.

   Pedro Antonio de Alarcón lo cuenta así en el capítulo XXI del Diario de un testigo de la Guerra de África:
“El conde de Reus ve ondear ante sus ojos la bandera de España, que conduce el abanderado de Córdoba... El semblante del general se ilumina con el fuego de una súbita inspiración... Lánzase sobre la bandera: cógela en sus manos; tremólala en torno suyo, como si quisiese identificarse con ella, y rigiendo su caballo hacia los marroquíes y volviendo la cabeza hacia los batallones que deja detrás, exclama con tremebundo acento:
-¡Soldados! Vosotros podéis abandonar esas mochilas, que son vuestras; pero no podéis abandonar esta bandera, que es de la patria. Yo voy a meterme con ella en las filas enemigas... ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de los moros? ¿Dejaréis morir solo a vuestro general! ¡Soldados!... ¡Viva la Reina!
Dice, y da espuelas a su caballo. Y sin reparar en si va solo o le sigue su infantería, cierra contra las huestes contrarias, con la bandera amarilla y roja desplegada al viento, suspendiendo por un instante la furia de los marroquíes, que asombrados contemplan tan impertérrita figura...
Los batallones de Córdoba no han sido sordos a aquella voz irresistible. ¡Viva nuestro general!, gritan vigorosamente, y se abalanzan en pos suyo sobre los moros, y arrostran una muerte segura, y caen cadáveres sobre cadáveres, y siguen arremetiendo, y las bayonetas se cruzan con las gumías, y mézclase la sangre infiel con la cristiana, y la victoria ciérnese indecisa sobre los revueltos combatientes.
Las cornetas siguen tocando ataque; los marroquíes asordan el espacio con sus gritos; el arma blanca y la de fuego juegan indistintamente; el humo se hace tan denso, que no permite distinguir al amigo del adversario; ¡pero la bandera española reluce siempre sobre la tormenta, y siempre en manos de nuestro afortunado caudillo! ¡Afortunado, sí! ¡Las balas, que silban y cruzan a su alrededor, que siembran la muerte por todos lados, que hieren a sus ayudantes, que alcanzan a su caballo, respetan la vida de aquel soldado vestido de general, de aquel que es el alma de la lucha, de aquel que sobresale entre todos y ostenta en su mano nuestra adorada y venerable enseña! Diríase que está dotado de la virtud de Aquiles.
¡Horribles son las pérdidas de los moros en aquella hora! Los soldados del SEGUNDO CUERPO los persiguen, sedientos de venganza, y la sangre vertida en torno del general Prim es más que lavada por la que hacen derramar a los moros, en unión del regimiento de Córdoba, los batallones de Simancas, León, Arapiles y Saboya, a las órdenes del general Zabala.
Este esforzado y jamás vencido general había llegado con las dichas fuerzas, precisamente en el instante en que el conde de Reus echaba su vida en la balanza, a fin de inclinar la victoria al lado de nuestro pabellón. Desde las alturas de la derecha, por donde avanzaba al frente de sus tropas, vio el peligro y se dirigió a él. Mas para llegar a aquel punto érale forzoso atravesar una cañada interpuesta entre sus posiciones y las de Prim, y defendida de un modo formidable por una infinidad de moros, que enfilaban a lo largo de ella sus disparos... Intentar cruzarla era otra temeridad semejante a la que acababa de acometer el regimiento de Córdoba con éxito tan glorioso y memorable. No vacila, empero, el conde de Paredes; y sacrificando también a los bizarros jefes y oficiales que componen su cuartel general, pónese a la cabeza de aquellos heroicos batallones, que tanto se distinguieron el día 9 de noviembre en las alturas del Serrallo, y llega, a todo trance, a la codiciada posición.
Tan noble intrepidez no pudo menos de ser grande en resultados. Las tropas del general Zabala, firmes en aquel punto, bajo el fuego enemigo, impidieron que los moros se corriesen por la cañada y envolvieran al general Prim.
Pero aun faltaba uno de los episodios más notables de la batalla de hoy; episodio que me impresionó extraordinariamente, y que jamás olvidaré.
Después del heroico trance de la bandera y del ataque del regimiento de Córdoba, Vallejo y yo habíamos abandonado aquellas peligrosas alturas y bajado a la explanada que conduce al Morabito, siendo tan apretado el cordón de heridos que descendía por aquella senda, que nos vimos obligados a marchar fuera de camino, y por en medio de unos jarales recién quemados, a fin de no estorbar a los camilleros.
En tal instante arreció nuevamente la lucha allá en las alturas ocupadas por Prim y Zabala... Diríase que los moros se habían recobrado de su espanto y volvían a la carga por tercera vez... Descargas cerradas atronaban nuestros oídos; caballos corriendo a escape iban de uno a otro lado; los aullidos de los infleles apagaban los acentos de las cornetas; una confusión horrible reinaba otra vez en el lugar del combate...
Entonces oímos cerca de nosotros una voz que, con la violencia del trueno y con un poder magnético irresistible, se acercaba gritando:¡A ellos! ¡Terminemos de una vez! ¡A la bayoneta, soldados! ¡Viva la Reina!
Vuelvo la cabeza, y veo adelantarse un jinete a todo el correr de su caballo, con la espada desnuda, avanzando sobre la silla, inflamado, terrible como la desesperación que lo arrastraba...
Era el general en jefe: era O'Donnell.
¡Magnífico iba en aquel instante el conde de Lucena! Su elevada estatura, su porte militar, su misma categoría, todo le daba extraordinarias proporciones. Era la primera vez que veía yo aparecer al guerrero debajo del general en jefe, del presidente del Consejo de Ministros, del ministro de la guerra. ¡Su arrojo y decisión de aquel instante revelaban su anterior vida, justificaban su alta posición, recordaban al general del Ejército del Norte, al insurgente de Vicálvaro, al mantenedor del Trono en las calles de Madrid, al caudillo de tantas temerarias luchas, al que nació y morirá en la guerra, donde nacieron y murieron, o donde al presente viven, sus deudos y antepasados, sus hermanos y sus herederos, cuantos llevan su noble apellido!
Aquella resuelta actitud de O'Donnell ejerció en las tropas una fascinación indescriptible: los batallones de la Princesa, con el brigadier Hediger a su frente, marchaban en pos de él como arrebatados por un vértigo, aclamándolo y vitoreándolo, blandiendo sus armas con desusado brío, volando a la muerte como al festín de la inmortalidad.
¡Minutos después, aquella tromba incontrastable dominaba las alturas, y yo también, como absorbido por ella! ¡La curiosidad y el miedo me habían conducido otra vez a aquel paraje! ¡Conocedor ya del infierno en que había penetrado el general O'Donnell; habiendo visto llover allí las balas pocos momentos antes, acudía a saber si aquel era de nuevo el reino de la muerte!
Por fortuna, el conde de Reus salió al encuentro del general O'Donnell, y con tanto respeto como franqueza, le dijo estas hermosas palabras: Mi general, aquí mando yo. Este no es su puesto de usted. Su vida no le pertenece, y aquí la expondría sin necesidad. Todo está ya terminado.
En efecto, el estruendo y tumulto que se habían oído desde el valle fueron el último esfuerzo de los moros por recuperar las posiciones perdidas. Rechazados nuevamente por Zabala y por Prim, y amenazados por el general García, que reforzaba ya la derecha con los batallones de Chiclana y de Navarra, al mando del general D. Enrique O'Donnell, batíanse ya en retirada y muy débilmente; tanto, que nuestros soldados no los persiguieron, contentándose con permanecer firmes en las posiciones conquistadas, de las que nada había bastado a desposeerlos, y en las cuales dormirá esta noche el valeroso conde de Reus a la sombra de la bandera de Castilla”.

   En 1898, en una serie de cuadernillos de exaltación patriótica, apareció un primer relato dedicado a esta batalla. Lo firmaba Rodríguez Solís y estaba ilustrado por Ordóñez. Es una narración sencilla de los acontecimientos, marcada por la exaltación nacional y el orgullo del triunfo.
Ilustración de Ordóñez para Batalla de los Castillejos
   Augusto Riera era un escritor de oficio que tenía el olfato, y tal vez la necesidad, de encontrar temas gratos al público de su época. Lo mismo se atrevía con una novela que con una biografía, tradujo a escritores de varios países, o escribía grandes crónicas de las guerras que conoció y que solía vender por entregas. Entre ellas las dedicadas a las campañas marroquíes de 1909 y 1921. Más periodísticas que historiográficas, abundan en datos y hechos, en nombres y sucesos.  

   Se atrevió con la novela en una ocasión, la que abordamos: Castillejos. Posiblemente movido por su admiración a Prim (del que fue biógrafo) y a lo que aquel hombre hizo. La novela comienza con una larga trayectoria sobre la vida del general catalán, aprovechando un personaje de ficción que actuaba de secretario. Va circulando por las diferentes etapas españolas y americanas, con profusión de detalles sobre la política nacional. Y en la página 88, de las 134 del libro, nos lleva a Marruecos. El título lleva a engaño porque dedicar un solo capítulo a Los Castillejos es poco para nombrarla así. Es una novela entretenida pero poco original, no aporta nada nuevo.

Ilustración de Alcalá para el libro de Riera

   Valverde escribe un relato ameno, bien llevado y –como corresponde a la colección que lo acogía- espléndidamente editado e ilustrado. Se recrea en el ambiente madrileño de la época para encuadrar el momento de la campaña. Describe bien a los personajes reales y ficticios. Nos sitúa en los rincones madrileños con conocimiento. Y aunque se trata de un libro dedicado inicialmente al público más joven, puede leerlo un lector adulto sin que le aburran los recursos que los escritores utilizan para atraer a los adolescentes. La novela llega a Marruecos más o menos a mitad de su extensión. El autor bebe en las fuentes clásicas, ha leído a Galdós y se empapa en Alarcón (que aparece como personaje principal y de quién reproduce párrafos enteros). Un cuento largo de buena factura.
Ilustración de López Iglesias para Los Castillejos de Valverde