jueves, 19 de abril de 2018

NOVELAS DEL DESASTRE DE ANNUAL (20): EL NOMBRE DE LOS NUESTROS de LORENZO SILVA


SILVA, Lorenzo: El nombre de los nuestros (Destino. Barcelona 2001. 285 páginas + 1 hoja; Booket. Barcelona 2002. 284 pp; Planeta-De Agostini. Barcelona 2004. 284 pp; Somadil; Casablanca 2012. 247 pp.).
-          Carta blanca (Espasa. Madrid 2004.346 páginas; Booket. Madrid 2005. 346 páginas).

   Cuando Silva Publicó El nombre de los nuestros en 2001 ya era un autor conocido y ganador del premio Nadal del año anterior con El alquimista impaciente. Pero la novela que comentamos supuso un cambio en la temática de su narrativa, dejó el presente  y volvió la mirada literaria a la guerra de Marruecos. Por su manera original de abordarla, se puede considerar un hito en el ciclo narrativo de Annual que tiene un largo y discontinuo recorrido, autores dispares, visiones contrapuestas y grandes diferencias de calidad.

   Lorenzo Silva, que conoce los hechos y la bibliografía, aborda el argumemnto con dos características. Primero, sitúa la acción no en el campamento principal, sino en las posiciones avanzadas cercanas a la costa: Afrau, Sidi-Driss y Talilit. Los hechos principales sucedidos en Abarrán, Igueriben, Annual, Dar Drius, Monte Arruit, etc., solo se mencionan incidentalmente en la narración. Segundo, que se centra en la vida de los soldados en una posición apartada y no en los grandes jefes militares, los hombres sometidos a los rigores propios y a las situaciones más penosas como el blocao, la avanzada, la aguada diaria bajo el fuego enemigo, la sed y el hambre, la herida y la muerte. Esa guerra extraña a la que se veían sometidos: el maldito terreno forzaba esa guerra mínima y cruel, tan distinta de la que el teniente había estudiado en la academia de artillería. Era una guerra chapucera y fastidiosa, por la que no sentía ninguna curiosidad intelectual (página 105). El autor se ha informado de las peculiaridades de la convivencia cotidiana en una posición; ha consultado relatos y ha escuchado a los familiares de los que sufrieron la pesadilla, ha oído en su casa las historias del abuelo. Y lo reproduce con una fidelidad remarcable porque no lo que nos es auténtico al cien por cien, lo parece sin impostura. Aunque pule los diálogos y no cae en la recreación del habla de la época, como reconoce en el prólogo, he renunciado a imitar con absoluta fidelidad el habla probable de aquellos soldados, que para mi gusto habría lastrado el texto de un excesivo casticismo (página 7). Lo que es de agradecer después de haber leído relatos perjudicados por un habla pretendidamente cruda que posiblemente no fuera la que se utilizara.


    El sargento Molina es uno de los que ocupan Afrau. Un hombre recio, honrado, que procura mandar con justicia y sin distinciones. Que comprende la filosofía del cabo Amador, socialista, aunque no comparta ideología. Y que trata de adaptarse a las circunstancias para conservar la vida y proteger la de los subordinados. Aunque no entienda la guerra que libran: Venimos, conquistamos sus pueblos, y después de todo eso ellos siguen siendo tan pobres como antes, pero tiene que soportar que los que mandamos seamos nosotros (página 77). Una postura muy extendida entre los soldados, más ajenos a las componendas políticas que al instinto de supervivencia. Mientras en España se discutía con apasionamiento la situación en Marruecos: Uno compra el periódico y lo leen catorce. Y los catorce tienen opinión, cual si fueran generales desaprovechados (Página 70).



   Lorenzo Silva va creando una atmósfera de angustia, que es la que sintieron los soldados españoles atrapados en una posición y sin noticias del resto. Quiere reproducir la situación de  miedo, incertidumbre, desesperanza. Lo que parecía ser una posición tranquila, Afrau, con un blocao más peligroso, se va convirtiendo en una ratonera. Los españoles empiezan a tener noticias confusas, inconexas, de la caída de las posiciones avanzadas como Igueriben. Sienten después la presión insostenible de la harka rifeña. Les obligan a replegarse a Sidi Dris, otra posición más en la línea de costa, y en el camino los compañeros caen abatidos, los supervivientes sufren un fuego continuo que no pueden hacer cesar. La muerte es una compañera más. El lector entre en la tensión de la desesperación que los infantes españoles padecen. El autor transmite esa sensación con una redacción paciente pero eficaz. Los españoles sitiados son auxiliados desde los barcos de la Armada que procuran mantener al enemigo alejado. Pero todos saben que el asalto final se producirá.
   La incertidumbre, unida al hambre y sed, al calor insoportable, al pavor ante un final desastroso va mermando la condición humana de los hombres: A aquellos hombres ya ni siquiera les imponían los muertos. Llevaban tres días apartándoselos de encima, y el aroma macabro de su corrupción era el aire mismo que respiraban. De pronto caía un hombre, y cuando sus compañeros comprobaban que había dejado de alentar,  miraban primero si había agua en su cantimplora y después le quitaban el fusil y los cartuchos que le quedaban. Alguien lo arrastraba bajo el fuego hasta el depósito improvisado al otro extremo del parapeto y allí se quedaba olvidado. Con inconfesable crueldad, todos preferían eso, que el que cayera lo hiciera muerto y no herido grave. Un herido grave, como un muerto, significaba un fusil silenciado y un defensor menos, pero tenía sobre el muerto el inconveniente de exigir cuidados y estorbar a los combatientes que debían contener la hemorragia y llevarle a la enfermería. Allí le tumbaban donde cupiera y le hacían lo que podían, en pésimas condiciones. Ya no quedaban vendas, ni desinfectantes, ni anestésicos (página 170).
Posición de Afrau en la costa del Rif
   La historia es conocida y se puede adelantar sin miedo a boicotear la novela. Afrau es evacuado por la Armada, pero Sidi-Dris perece. Silva detalla los hechos, nos pone en la situación del soldado cuyo único objetivo es salvar la vida. El final es la supervivencia, no cabe ya más disquisición política, humanitaria o filosófica. El enemigo es cruel y no atiende a criterios de piedad. La descripción del momento es brillante.

   Podía haber acabado la novela en ese momento histórico, pero el autor prefiere añadir dos capítulos sobre el cautiverio de lo algunos supervivientes, y el rescate final casi dieciocho meses después. La novela no da nombre auténticos, aunque es fácil reconocer a algunos personajes. Prefiere el anonimato para que la situación quede despojada de la crítica de los hechos verdaderamente sucedidos y de la responsabilidad de algunos militares. Pero la descarnada descripción de los mismos, incluso más suave que la pura realidad, es la que le da a la novela la fuerza que necesita el autor para convencer al lector.

   Tres años después Lorenzo Silva volvió a novelar sobre el Rif en la primera parte de la novela Carta blanca (2004). También tras la derrota de Annual, el escenario es en este caso la zona próxima a Melilla, Zeluán y Segangan. Pero ya no se centra en la campaña sino en el deseo de venganza que mueve a unos legionarios y que acabará en Badajoz en 1936. Los héroes del Rif acabarán siendo los villanos de la Guerra Civil. Los legionarios de la primera parte del libro se parecen mucho a los abnegados soldados de El nombre de los nuestros, pero la vida es larga y el sufrimiento mucho. Carta blanca es una novela que recupera un género de aventuras bélicas que ha sido muy poco usado en España, donde las novelas bélicas tienden a la crítica social o política. La lucha por la supervivencia, hace que el soldado tenga que elegir entre matar o morir y deja aparcadas para otro momento las consideraciones intelectuales. Las aventuras bélicas en el norte de África tiene algunos –pocos- antecedentes en la literatura contemporánea española; podemos citar El fuerte de los vencidos (1953) de Gloria de Gaspar, Las últimas fronteras (1962) de Luis López-Nuño o La montaña de los guerrilleros (1967)  de Luis Monreal Agustí.




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