RODRÍGUEZ SOLÍS, E.: Batalla de Los Castillejos
(Episodios de la Guerra de África) (Imprenta de “La última moda”. Colección
Glorias de España nº 11. Madrid 1898. 32 páginas).
RIERA, Augusto: Castillejos (Colección La
novela histórica nº 4. Publicaciones Iberia. Barcelona 1928. 134 páginas.
Ilustraciones de R. Alcalá).
VALVERDE, Antonio: Los
Castillejos (Editorial Aguilar. Colección El Globo de Colores. Madrid 1965.
86 páginas + 1 hoja. Ilustraciones de J. M. López Iglesias).
La guerra contra el sultán que se desarrolló entre 1859 y 1860 fue muy
literaria, aunque poco novelada. Aparecieron narraciones de la campaña de todos
los tamaños, calidades y orientaciones. Se publicaron poemas y estrenaron obras
de teatro o zarzuelas. Pero no es una campaña a la que se dedicaran novelas
enteras. Hay, eso sí, fragmentos en las
obras de varios escritores desde Pérez Galdós a Luis Antonio de Vega. No
obstante, hay algunos ejemplos.
Dentro de la campaña, la batalla de Los Castillejos, al inicio, es un
episodio brillante y un ejemplo de convertir un fracaso inicial en éxito.
Castillejos era un pequeño aduar próximo a Ceuta, hoy la ciudad de Fnideq,
donde desembocaba el llamado boquete de Anyera (desfiladero por donde confluían
las tribus marroquíes). Los españoles iban demasiado confiados en su
superioridad y se vieron sorprendidos por el empuje, fiereza y número del
enemigo. Núñez de Arce escribía en su Recuerdos de la Guerra de África: La
arremetida fue tan enérgica y vigorosa, que nuestras tropas se vieron obligadas
a retirarse de casi todas sus posiciones. La morisma caía sobre nosotros con
tanto estrépito y tanta furia, que ni a pedradas puedieron contener nuestras
guerrillas su ímpetu siempre creciente. Empezaron a retroceder
peligrosamente y el general Prim tuvo que arengar a las tropas de manera
magistral, el llamado episodio de las mochilas porque corría riesgo de perderse
la impedimenta del ejército español. Resultado de aquella iniciativa, y tras
ponerse al frente de sus hombres, Prim consiguió una dura y trabajada victoria
que fue la primera de una guerra triunfal. Prim, que ya era conde de Reus, fue
recompensado con el marquesado de Los Castillejos.
Pedro Antonio de Alarcón lo cuenta así en el capítulo XXI del Diario
de un testigo de la Guerra de África:
“El conde de Reus ve ondear ante sus ojos la bandera
de España, que conduce el abanderado de Córdoba...
El semblante del general se ilumina con el fuego de una súbita inspiración...
Lánzase sobre la bandera: cógela en sus manos; tremólala en torno suyo, como si
quisiese identificarse con ella, y rigiendo su caballo hacia los marroquíes y
volviendo la cabeza hacia los batallones que deja detrás, exclama con
tremebundo acento:
-¡Soldados!
Vosotros podéis abandonar esas mochilas, que son vuestras; pero no podéis
abandonar esta bandera, que es de la patria. Yo voy a meterme con ella en las
filas enemigas... ¿Permitiréis que el estandarte de España caiga en poder de
los moros? ¿Dejaréis morir solo a vuestro general! ¡Soldados!... ¡Viva la
Reina!
Dice, y da espuelas a
su caballo. Y sin reparar en si va solo o le sigue su infantería, cierra contra
las huestes contrarias, con la bandera amarilla y roja desplegada al viento,
suspendiendo por un instante la furia de los marroquíes, que asombrados
contemplan tan impertérrita figura...
Los batallones de Córdoba no
han sido sordos a aquella voz irresistible. ¡Viva nuestro
general!, gritan vigorosamente, y se abalanzan en pos suyo sobre
los moros, y arrostran una muerte segura, y caen cadáveres sobre cadáveres, y
siguen arremetiendo, y las bayonetas se cruzan con las gumías, y mézclase la
sangre infiel con la cristiana, y la victoria ciérnese indecisa sobre los
revueltos combatientes.
Las cornetas siguen
tocando ataque; los marroquíes asordan el espacio con sus gritos; el arma
blanca y la de fuego juegan indistintamente; el humo se hace tan denso, que no
permite distinguir al amigo del adversario; ¡pero la bandera española reluce
siempre sobre la tormenta, y siempre en manos de nuestro afortunado caudillo!
¡Afortunado, sí! ¡Las balas, que silban y cruzan a su alrededor, que siembran
la muerte por todos lados, que hieren a sus ayudantes, que alcanzan a su
caballo, respetan la vida de aquel soldado vestido de general, de aquel que es
el alma de la lucha, de aquel que sobresale entre todos y ostenta en su mano
nuestra adorada y venerable enseña! Diríase que está dotado de la virtud de
Aquiles.
¡Horribles son las
pérdidas de los moros en aquella hora! Los soldados del SEGUNDO CUERPO los
persiguen, sedientos de venganza, y la sangre vertida en torno del general Prim
es más que lavada por la que hacen derramar a los moros, en unión del
regimiento de Córdoba,
los batallones de Simancas,
León, Arapiles y Saboya, a las órdenes del general Zabala.
Este esforzado y jamás
vencido general había llegado con las dichas fuerzas, precisamente en el
instante en que el conde de Reus echaba su vida en la balanza, a fin de
inclinar la victoria al lado de nuestro pabellón. Desde las alturas de la
derecha, por donde avanzaba al frente de sus tropas, vio el peligro y se
dirigió a él. Mas para llegar a aquel punto érale forzoso atravesar una cañada
interpuesta entre sus posiciones y las de Prim, y defendida de un modo
formidable por una infinidad de moros, que enfilaban a lo largo de ella sus
disparos... Intentar cruzarla era otra temeridad semejante a la que acababa de
acometer el regimiento de Córdoba con éxito tan glorioso y memorable. No
vacila, empero, el conde de Paredes; y sacrificando también a los bizarros
jefes y oficiales que componen su cuartel general, pónese a la cabeza de
aquellos heroicos batallones, que tanto se distinguieron el día 9 de noviembre
en las alturas del Serrallo,
y llega, a todo trance, a la codiciada posición.
Tan noble intrepidez
no pudo menos de ser grande en resultados. Las tropas del general Zabala,
firmes en aquel punto, bajo el fuego enemigo, impidieron que los moros se
corriesen por la cañada y envolvieran al general Prim.
Pero aun faltaba uno
de los episodios más notables de la batalla de hoy; episodio que me impresionó
extraordinariamente, y que jamás olvidaré.
Después del heroico
trance de la bandera y del ataque del regimiento de Córdoba, Vallejo y yo habíamos abandonado aquellas
peligrosas alturas y bajado a la explanada que conduce al Morabito, siendo tan apretado el cordón de heridos que
descendía por aquella senda, que nos vimos obligados a marchar fuera de camino,
y por en medio de unos jarales recién quemados, a fin de no estorbar a los
camilleros.
En tal instante
arreció nuevamente la lucha allá en las alturas ocupadas por Prim y Zabala...
Diríase que los moros se habían recobrado de su espanto y volvían a la carga
por tercera vez... Descargas cerradas atronaban nuestros oídos; caballos
corriendo a escape iban de uno a otro lado; los aullidos de los infleles
apagaban los acentos de las cornetas; una confusión horrible reinaba otra vez
en el lugar del combate...
Entonces oímos cerca
de nosotros una voz que, con la violencia del trueno y con un poder magnético
irresistible, se acercaba gritando:¡A ellos! ¡Terminemos de una vez! ¡A la bayoneta, soldados! ¡Viva
la Reina!
Vuelvo la cabeza, y
veo adelantarse un jinete a todo el correr de su caballo, con la espada
desnuda, avanzando sobre la silla, inflamado, terrible como la desesperación
que lo arrastraba...
¡Magnífico iba en
aquel instante el conde de Lucena! Su elevada estatura, su porte militar, su
misma categoría, todo le daba extraordinarias proporciones. Era la primera vez
que veía yo aparecer al guerrero debajo del general en jefe, del presidente del
Consejo de Ministros, del ministro de la guerra. ¡Su arrojo y decisión de aquel
instante revelaban su anterior vida, justificaban su alta posición, recordaban
al general del Ejército del Norte, al insurgente de Vicálvaro, al mantenedor
del Trono en las calles de Madrid, al caudillo de tantas temerarias luchas, al
que nació y morirá en la guerra, donde nacieron y murieron, o donde al presente
viven, sus deudos y antepasados, sus hermanos y sus herederos, cuantos llevan
su noble apellido!
Aquella resuelta
actitud de O'Donnell ejerció en las tropas una fascinación indescriptible: los
batallones de la Princesa,
con el brigadier Hediger a su frente, marchaban en pos de él como arrebatados
por un vértigo, aclamándolo y vitoreándolo, blandiendo sus armas con desusado
brío, volando a la muerte como al festín de la inmortalidad.
¡Minutos después,
aquella tromba incontrastable dominaba las alturas, y yo también, como
absorbido por ella! ¡La curiosidad y el miedo me habían conducido otra vez a
aquel paraje! ¡Conocedor ya del infierno en que había penetrado el general
O'Donnell; habiendo visto llover allí las balas pocos momentos antes, acudía a
saber si aquel era de nuevo el reino de la muerte!
Por fortuna, el conde
de Reus salió al encuentro del general O'Donnell, y con tanto respeto como
franqueza, le dijo estas hermosas palabras: Mi general,
aquí mando yo. Este no es su puesto de usted. Su vida no le pertenece, y aquí
la expondría sin necesidad. Todo está ya terminado.
En efecto, el
estruendo y tumulto que se habían oído desde el valle fueron el último esfuerzo
de los moros por recuperar las posiciones perdidas. Rechazados nuevamente por
Zabala y por Prim, y amenazados por el general García, que reforzaba ya la
derecha con los batallones de Chiclana y de Navarra,
al mando del general D. Enrique O'Donnell, batíanse ya en retirada y muy
débilmente; tanto, que nuestros soldados no los persiguieron, contentándose con
permanecer firmes en las posiciones conquistadas, de las que nada había bastado
a desposeerlos, y en las cuales dormirá esta noche el valeroso conde de Reus a
la sombra de la bandera de Castilla”.
En 1898, en una serie de cuadernillos de exaltación patriótica, apareció
un primer relato dedicado a esta batalla. Lo firmaba Rodríguez Solís y estaba
ilustrado por Ordóñez. Es una narración sencilla de los acontecimientos,
marcada por la exaltación nacional y el orgullo del triunfo.
Ilustración de Ordóñez para Batalla de los Castillejos
Augusto Riera era un escritor de oficio que tenía el olfato, y tal vez
la necesidad, de encontrar temas gratos al público de su época. Lo mismo se
atrevía con una novela que con una biografía, tradujo a escritores de varios países,
o escribía grandes crónicas de las guerras que conoció y que solía vender por
entregas. Entre ellas las dedicadas a las campañas marroquíes de 1909 y 1921.
Más periodísticas que historiográficas, abundan en datos y hechos, en nombres y
sucesos.
Se atrevió con la novela en una
ocasión, la que abordamos: Castillejos. Posiblemente movido por su
admiración a Prim (del que fue biógrafo) y a lo que aquel hombre hizo. La
novela comienza con una larga trayectoria sobre la vida del general catalán,
aprovechando un personaje de ficción que actuaba de secretario. Va circulando
por las diferentes etapas españolas y americanas, con profusión de detalles
sobre la política nacional. Y en la página 88, de las 134 del libro, nos lleva
a Marruecos. El título lleva a engaño porque dedicar un solo capítulo a Los
Castillejos es poco para nombrarla así. Es una novela entretenida pero poco
original, no aporta nada nuevo.
Ilustración de Alcalá para el libro de Riera
Valverde escribe un relato ameno, bien llevado y –como corresponde a la
colección que lo acogía- espléndidamente editado e ilustrado. Se recrea en el
ambiente madrileño de la época para encuadrar el momento de la campaña.
Describe bien a los personajes reales y ficticios. Nos sitúa en los rincones
madrileños con conocimiento. Y aunque se trata de un libro dedicado
inicialmente al público más joven, puede leerlo un lector adulto sin que le
aburran los recursos que los escritores utilizan para atraer a los
adolescentes. La novela llega a Marruecos más o menos a mitad de su extensión.
El autor bebe en las fuentes clásicas, ha leído a Galdós y se empapa en Alarcón
(que aparece como personaje principal y de quién reproduce párrafos enteros).
Un cuento largo de buena factura.
Ilustración de López Iglesias para Los Castillejos de Valverde
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