CARRASCO GÓMEZ, Genís: El último rey del Sahara
(Letras Difusión. Sevilla 2010. 729 p).
El autor es médico y ha publicado varios artículos y libros de medicina.
Pero ahora se atreve con la novela y da a la luz el primero volumen de lo que
promete ser una trilogía. Para ello nos traslada a Villacisneros en 1930. La
fecha no está elegida al azar. Los territorios saharianos habían sido
explorados por los españoles en la década de los 70 del siglo XIX, gracias a la
acción de hombres como Bonelli, y en la década siguiente con Cervera, Quiroga y Rizzo. En su momento se comunicó la
ocupación del protectorado de Río de Oro, como señalaba el Acta Final de la
Conferencia de Berlín. Pero apenas se hizo nada, como muy propia del
africanismo español. Una factoría y fuerte en Villa Cisneros era la única
presencia española. Como los franceses trataban de ampliar sus posesiones
argelinas y mauritanas, fue necesario llegar a un acuerdo, el Tratado de Paris
de 1900, por el que españoles y franceses se repartieron territorios en disputa
y así se fijaron los límites de España en el Sahara y Guinea. Tras el Tratado
de instauración del Protectorado en Marruecos en 1912, se dio título legítimo a
la posesión española en la franja sur (Tarfaya) y se pudo fundar el
asentamiento de Cabo Juby que se llamaría después Villa Bens.
Los españoles
sólo tenían presencia efectiva y permanente en estos dos puntos que
garantizaban las pesquerías canarias. Sin embargo, era una necesidad ocupar
todo el territorio adjudicado e imponer un orden europeo y una autoridad sobre
la población, evitar el bandidismo y extender algunas mejoras en sanidad,
transporte o educación. Ya en los años 30 del siglo XX se podía contar con el
transporte aéreo que facilitaba mucho las cosas. Y es en esa década cuando
comienzan las exploraciones y la fundación de nuevos asentamientos como Sidi
Ifni, en Marruecos, o El Aaiún en el Sahara. Y de hizo de una manera pacífica,
pactada con las tribus del lugar. Por eso en esta etapa se comienzan a publicar
algunas monografías que trataban de dar a conocer el territorio. De esos años
son, por ejemplo, Del Sahara español: Río de Oro (1935) de Aniceto Ramos
Charco-Villaseñor –libro del que están tomadas las fotografías que reproducimos
aquí-, Territorios del sur de Marruecos y Sahara Occidental (Meharas y
rezzus) (1930) de E. González-Jiménez, El Sahara y Sur marroquí
españoles (1931) de Vicente y José Guarner, El Sahara occidental
(1932) de José Guillermo R. Sánchez, Villa-Cisneros (1933) de Andrés
Coll, o Ifni Smara (1935) de José Antonio López Garro.
Es cierto que este ambiente en aquella época está inédito en la
novelística española y en esto consiste la primera nota original del libro.
Fiel a su profesión, el autor coloca de protagonista a un médico militar que
lleva la misión secreta de conseguir lo que su padre no pudo hacer y le
encomendó post morten, hallar el tesoro perdido de un mítico rey del desierto.
Pero el comienzo de thriller de la novela deja paso a decenas de páginas
descriptivas de la vida en el Sahara español y sus problemas médicos. Se pierde
el hilo de la intriga, la búsqueda del tesoro, los nazis que tratan de
impedirlo y las muertes ocasionadas para desarrollar una amable posibilidad de
lo que fue la existencia de un médico militar en la apartada y mal comunicada
Villa Cisneros. La contraposición de los dos protagonistas, el médico Vidal y
el coronel Cels, hace que el relato médico militar resulte ameno a pesar de la
falta de acción. Los dos están inspirados remotamente, es confesión final del
autor, en dos de las personalidades míticas de la exploración y dominio del
Sahara español, el coronel Bens y el capitán De Oro Pulido. Bens es autor de un
libro de memorias que sabe a poco porque deja la sensación de que no contó sino
la parte menos sustancial de su estancia en el Sahara. Estas digresiones en la
acción principal pueden hacer que el lector no aficionado a lo puramente colonial desista. El novelista
escribe cómo y lo que quiere, pero el lector también es soberano para continuar
o no. A veces pienso que esta falta de estructura es un defecto de novelista
bisoño, otras que es el resultado querido por el autor que no pretende hacer un
best seller sino de contar honradamente lo que quiere contar. En todo caso,
como ocurre habitualmente, el libro se carga de páginas.
Tras 237 páginas de notas históricas, costumbres coloniales y el
inevitable amor interracial, volvemos al asunto principal con una expedición al
desierto. Por cierto, el asunto del amorío lo deja muy plano, con falta de
erotismo o, al menos, de intensidad. La segunda parte gana en intriga, interés,
acción y misterio. El autor sigue describiendo la situación sahariana en 1930
con maestría y conocimiento, pero ahora se muestra más novelista. No sólo
conoce bien el escenario y la historia sino que es un experto en términos
militares y, como es lógico, en medicina. Ignoro si es médico militar, pero lo
parece. La novela discurre en los territorios concedidos a españa en el Tratado
de Paris de 1900 pero que todavía no se habían ocupado, en gran parte por temor
a la reacción indígena y en otra parte por el desinterés político que la
acumulación de arena producía en los gobiernos madrileños. Las nuevas
expediciones de los años 30 del siglo pasado trataron de solucionar estas
negligencias. Para que la novela resulte más atractiva, se le añade una intriga
de tesoro oculto, espías nazis, etc., que complica la acción con constantes
novedades, en una técnica que recuerda a clásicos como Salgari. La acción se
complica lo suficiente como mantener atento al lector. Y se resuelve con una
buena dosis de imaginación que, en ocasiones, nos recuerda a aventureros como
Indiana Jones.
Aunque el autor escribe con soltura y facilita una lectura ágil si hay
algunos pequeños errores. Al capitán Vidal en alguna ocasión lo llama Durán, un
lapsus sin importancia. Algunas repeticiones de palabras en la misma frase o
párrafo deslucen mínimamente una redacción eficaz.
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