PALACIO VALDÉS, Armando: Santa Rogelia (De la
leyenda de oro) (Pueyo. Madrid 1926. 306 páginas; Victoriano Suárez. Madrid
1926. 295 páginas. Tomo XXII de la Obras Completas (cambia la portada en
ediciones sucesivas); Fax. Madrid 1949. 198 páginas; Novelas y Cuentos. Madrid
1964. 75 páginas; Círculo de Lectores. Barcelona 1996. 281 páginas).
Palacio Valdés
pertenece a una generación de grandes novelistas que vivieron entre los siglos
XIX y XX. Quizás no tenga el genio de Galdós, ni el estilo de Valera. Le falta
la imaginación de Alarcón. Su visión de la literatura lo sitúa en un realismo
que tiene algo de pintura de la vida rural. Su pensamiento conservador y su
gusto por ambientar algunas de sus obras en el norte de España, lo aproximan a
Pereda. Con ese sentimiento de lo tradicional como bálsamo de los nuevos
problemas de las sociedades que avanzaban. Fue un escritor de gran efecto, buen
creador de historias y que conectó con el público lector de la época. Está ya
un poco olvidado, aunque algunos de sus libros tienen ediciones recientes, pero
nunca fuera de los manuales de historia de la literatura española. Había nacido
en Entralgo (Asturias) en 1853, vivió en varias localidades de la provincia,
estudió el bachillerato en Oviedo y Derecho en Madrid pero optó por la vocación
literaria publicando en revistas y periódicos hasta que apareció su primera
novela El señorito Octavio (1881). Le siguieron novelas de mucho éxito: Marta y María (1883), Riverita (1886), El cuarto poder (1883), La hermana San Sulpicio (1889) o La alegría del capitán Ribot (1899). Fue académico y estuvo propuesto para el
premio Nobel. Murió en 1938. En su casa natal funciona un museo que tiene
página web dónde encontrar más noticias sobre el autor y su obra: http://www.palaciovaldes.com/
Del éxito como
escritor derivó la popularidad, las traducciones, las adaptaciones teatrales y
cinematográficas. En 1903 apareció la novela La aldea perdida, que
consideró novela-poema de costumbres campesinas en el subtítulo. Un
canto a la vida rural de Asturias antes de la industrialización minera. Un
relato sentimental e idealizado. Casi continuación a lo que dejó en aquella
historia, apareció veintitrés años después Santa Rogelia, cuyos primeros
capítulos transcurren en el valle de Langreo. La segunda parte discurre entre
Paris y Madrid. Y la tercera, que es la que interesa por su asunto africano, es
la que tiene escenas en Ceuta.
Ceuta ha tenido
escasa atención en la novela española. A pesar de la singularidad de su
situación e historia, carece de un buen narrador. Quizás lo que más ha llamado
la atención es su condición de presido. Durante mucho tiempo el Código Penal
español diferenciaba las penas de prisión y presidio, la segunda se aplicaba a
los delitos más graves y suponía unas condiciones más penosas de cumplimiento.
Los presidios se situaron en España y América pero, a diferencia de otras
potencias coloniales, España careció de verdaderas colonias penitenciarias
(aunque hubo proyectos para implantarlas en las islas Marianas o Fernando Poo).
En Ceuta (como en Melilla, Vélez de la Gomera, Alhucemas o Chafarinas), la
dureza del presidio quedaba aumentada por tratarse de lugares situados en
África, encerrados en fortalezas militares. Los presidiarios pasaban por
diversas fases, podían redimir penas por el trabajo y, al final de la condena y
según la conducta, podían salir a la ciudad a trabajar. Algunos de ellos, al cumplir
totalmente, se quedaban a vivir en estas ciudades. El asunto del presidio, que
también podría haber dado lugar a buenas novelas, tampoco ha sido muy
utilizado. Los presidios peninsulares tienen alguna obra como Los vivos
muertos (1920) de Eduardo Zamacois o La Virgen del infierno (1928)
del tremendista Alfonso Vidal y Planas, que fue él mismo presidario. Y el de
Ceuta fue novelado por Tomás Salvador en Cabo de vara (1958) y,
parcialmente, por Palacio Valdés en la novela Santa Rogelia. Baeza Herrazti le dedicó un estudio: El presidio de Ceuta (1985).
La novela tiene una
tendencia al folletín que se agrava cuando la protagonista abandona la vida
lujosa y se traslada a África. La conversión religiosa y el valor de los
principios católicos que defiende el autor, operan un cambio brusco en parte
previsible por los argumentos sueltos que se dejaron en la primera parte. Al
novelista no le interesa la posición geográfica de Ceuta, su proximidad a
Marruecos y las cuestiones coloniales. Le interesa, brevemente, la vida del
presidio, las condiciones de los penados: Unos tenían un pico en la mano,
otros suspendían entre las suyas una carretilla, otros se apoyaban en una barra
de hierro. Era un enjambre de hombres sucios, astrosos, de caras macilentas,
con ojos traidores y huidos, como los de los animales salvajes. Nada de
uniforme; su indumentaria era estrafalaria y ridícula. Unos iban casi desnudos,
otros abrigados con zamarrones como si estuvieran en Siberia. Todos revelaban
en sus fisonomías el dolor; mas en unos ese dolor se presentaba bajo el aspecto
de resignación, en otros de la ira, de la cobardía o del vicio (página 211
de la 1ª edición). Los penados constituyen la hez social, el deshecho del
orden. Por tanto es el campo donde practicar las virtudes cristianas y
conseguir la redención.
Ediciones italianas
Las referencias a
Ceuta son, como digo, pocas y centradas en la miseria de unos hombres
condenados. No hay detalles o situaciones que establezcan los signos de
singularidad de Ceuta ni su condición de ciudad española en el continente
africano.
Portada de la novelización de la película de 1940
La novela tuvo éxito y fue objeto de dos versiones cinematográficas. Una de Roberto de Ribón de 1940 con diálogos de Edgar Neville y César González Ruano, y otra de Rafael Gil de 1962.
Armando Palacio Valdés
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