viernes, 22 de febrero de 2019

GUINEA Y LA NOVELA MISIONERA (2): OPERARIOS DE ÚLTIMA HORA de AUGUSTO OLANGUA.


OLANGUA, Augusto: Operarios de última hora (Coculsa. Madrid 1955. 161 páginas + 1 hoja).

   El padre Olangua fue un misionero claretiano que vivió algunos años de su vida en Guinea, donde fue profesor como atestigua una foto que he tomado del Fondo Claretiano. Como otros muchos misioneros, dedicó algún tiempo a la escritura con artículos sobre historia misional y con libros que tenían una intención apostólica entre los que se encuentran dos novelas publicadas en 1955 e íntimamente relacionadas con la Guinea entonces española: Operarios de última hora y Una cruz en la selva.

   Operarios de última hora es una floja novelita de historias familiares y de contraposición entre las carreras de dos sacerdotes, uno de los cuales elige las misiones en África. Olangua no da sitúa la acción en sitios conocidos, pero no cabe duda de que se trata de un misionero claretiano en Guinea Ecuatorial. No nombra ningún lugar, pero los detalles descubren el país que, por otra parte, era el que el autor conocía bien. Evidentemente, el padre Olangua no quería pasar a la historia de la novela sino escribir un relato que tuviera un valor de propaganda apostólica. Pero dudo de que lo consiguiera porque es una larga redacción de hechos sin transcendencia. Su escritura –como su vida- estaba destinada a ser como una de esas semillas que el viento traslada a sitios lejanos, donde, al fin, arraiga y produce nuevas semillas (página 73). La esencia de la misión. Los misioneros eran unos agentes muy especiales de la colonización. El Estado colonial dejaba en sus manos parcelas tan importantes como la educación. Estado e Iglesia compartían los mismos ideales colonizadores, no había contradicción. Y el misionero, con mejor o peor fortuna y talente según la persona, se empeñaba en predicar la religión y enseñar las primeras letras. El guineano animista podía aceptar sin contradicción los principios generales de los mandamientos católicos, pero era mucho más reacio a las normas de moral familiar o sexual que los misioneros trataban de implantar en la sociedad indígena aunque con paciencia.
El padre Olangua con sus alumnos en Guinea
   Está claro que fueron los primeros en abrir caminos en la selva, fundar misiones alejadas de las que surgirían poblados y en tener un contacto real con los pobladores. Por eso, en muchos escritos de los misioneros hay importantes noticias de la vida en Guinea en esos años. Notas etnográficas, sociológicas, etc. Aunque no es el caso de Olangua, que apenas describe situaciones. Las escenas europeas, de novela rosa, quitan protagonismo a las situaciones africanas del libro. Sí que habla del negro con ese cariño paternalista de quien los considera en una especie de infantilidad prorrogada. El misionero se arrogaba también una labor de convertirlos no solo en católicos sino en ciudadanos tal y como se entendía. Y escribía: El P. Fermín no se inmuta; está acostumbrado a tratar con negros y sabe muy bien que son muy buenos, muy serviciales, pero…negros (página 75). Estas líneas hoy no las hubiera escrito porque hay una apariencia de racismo aunque quizás haya más una señal de diferente grado de civilización que afectaba al sentido de la responsabilidad.
Dibujo de Ledesma para la portada de la Memoria de la Delegación de Asuntos Indígenas de 1954
   Inmediatamente después de Operarios de última hora, el padre Olangua publicó Una cruz en la selva. Novela de similares características, de iguales motivaciones y con la misma finalidad. Quizás más construida, con mayor intriga. Esta vez el autor la sitúa en el alto Níger y los protagonistas son exploradores ingleses o de otra nacionalidad, pero no españoles. Sin embargo, tal y como pasaba en un otra novela, el sustrato de conocimiento nos lleva a Guinea Ecuatorial en esos años.


viernes, 8 de febrero de 2019

NOVELAS DEL DESASTRE DE ANNUAL (22): LA RUTA de ARTURO BAREA.


BAREA, Arturo: La forja de un rebelde II: La ruta (Editorial Losada. Buenos Aires 1951. 248 páginas; Turner. Madrid 1984; Plaza y Janés. Barcelona 1986. 259 páginas; Biblioteca de El Mundo. Barcelona 2001; Debolsillo. Barcelona 2006. 344 páginas. Varias ediciones en cada editorial, a veces en colecciones diferentes y con distintas portadas.).




   Arturo Barea Ogazón  nació en Badajoz el  20 de septiembre de 1897. Quedó huérfano muy joven y se trasladó con su madre y hermanos a Madrid . Vivían en una buhardilla en Lavapiés. Unos tíos de Arturo le procuraron estudios en los Escolapios hasta los trece años en que se pudo a trabajar  de aprendiz en un comercio y en un banco. Llamado a filas en 1920, tuvo que ir a Marruecos como soldado de reemplazo, donde vivió la derrota de Annual. Allí ascendió a sargento (que entonces era clase de tropa) por su preparación: …era un sargento, es decir, una vértebra de la espina dorsal de cualquier ejército del mundo. La pared donde se estrellan los golpes de arriba –la oficialidad- y los de abajo –los soldados (página 13, siempre de la edición de Losada de 1951). Para un joven de pocos recursos, el sueldo y las corruptelas de sargento eran una buena paga que hacía atractivo el cargo. El trato que diera a los subordinados era una cuestión personal y derivaba de su formación intelectual y su sentido de la vida. Durante la República militó en la UGT y estuvo en el bando republicano realizando diversas misiones de carácter cultural y propagandístico. En 1938 se casó por segunda vez con la periodista austriaca Ilse Kulcsar, que sería la principal traductora de la versión inglesa de sus libros. Al finalizar la contienda se exilió a Inglaterra, donde consiguió la nacionalidad británica en 1948. Barea falleció en Faringdon, un pueblo del condado de Oxford, el 24 de diciembre de 1957. ​
   En Inglaterra comenzó a redactar unas memorias noveladas –La forja de un rebelde- en las que vislumbra su vida desde la distancia física y cronológica. Es un escritor claro, con un gran sentido social, que se ha desprendido de la radicalidad de la Guerra Civil pero sin renunciar a su modo de entender la literatura, es decir la denuncia de las situaciones injustas. La segunda parte de esas memorias –La ruta- tiene una mitad que se desarrolla en Marruecos, durante la guerra del Rif. Se publicó originalmente en inglés, en 1947.


   En Marruecos comprendió pronto la envergadura del desastre. Al ascender a sargento le mandan a una posición como encargado de unas obras y aprende que la corrupción está a la orden del día. Participó de ella en un sistema que favorecía el despilfarro y las ganancias ilícitas. Y con una filosofía que se reconoce hoy con la misma claridad que cuando la expresaba su personaje: …robar es quitar el dinero a alguien. Pero esto no es robar. ¿Quién es el Estado? Si robamos a alguien es al Estado, y bastante nos roba él a nosotros (p. 17).    Barea es sincero; aunque nunca sabremos lo que no contó. Relata el mecanismo de la trampa y su parte en ella. Empieza en junio de 1920, una época relativamente tranquila en la que las obras públicas gozaban de seguridad. Su narración es lenta, detallada, muy minuciosa en hechos, personajes y escenarios. Pero con una prosa y un ritmo que atrae al lector en la lectura y le conmina a seguir. Tiene alma de escritor, es observador y va a recordar los detalles de su vida militar para escribir estas memorias treinta años después. Los personajes están firmemente marcados y se hacen reales. Se puede considerar La forja de un rebelde como unas memorias o como una novela. Son las dos cosas pero la estructura que le da al relato, la abundancia de diálogos, la narración de los hechos permiten tratarla como novela autobiográfica. No son largas reflexiones sino que del repaso de su vida se comprende el pensamiento del autor.







   El aspecto que nos interesa, su vida militar en Marruecos, es clarificador. Es un hombre muy crítico. No nos presenta un Marruecos heroico o aventurero sino lugar de dolor y podredumbre: Durante los primeros veinticinco años de este siglo Marruecos no fue más que un campo de batalla, un burdel y una taberna inmensos (p 32). Es cierto que su visión está afectada por la derrota en la guerra civil y el exilio, pero su criterio literario es escribir para denunciar. Mostrar situaciones contrarias a su ideal. Con sinceridad: le repugnaba la corrupción pero participó de ella; no le gustaban los burdeles, pero los visitaba. Es un reformista que quiere que cambie la sociedad española de su época, su política, el sistema de gobierno. Todos los vicios patrios se recrudecían en Marruecos ante sus ojos,  los señala con ánimo de influir, de poder  marcar las cosas que debían cambiarse. Seguro que en Marruecos había gentes honradas, trabajadores normales y hasta héroes. Pero se centra en lo que estaba mal. Señala que el delito de uno puede afectar a todos: me puedo imaginar cuántos soldados han caído enfermos por no tener la manta que él había robado (p. 52). Pero hay un desánimo general, la impotencia frente a un sistema: Aquí o comes o te comen; no hay otra solución. Naturalmente ha habido gentes que han querido enderezar las cosas, pero todos han fracasado. Y lo peor es que si no robas, es lo mismo, te lo dan por hecho (p.52). No solo porque a su juicio el sistema estaba corrupto, sino porque los que más sufrían las carencias eran los soldados de reemplazo que procedían de las clases más bajas de la sociedad como el mismo Barea. Y lo cuenta con un ligero pesimismo.
   El escritor no era un guerrero ni le entusiasmaba la batalla. Por eso su relato se recrudece en los capítulos dedicados a la guerra. Se asombra ante personajes como Millán Astray y el modo de operar de la recién fundada Legión, el Tercio. No comparte el entusiasmo de conmilitones frente al enemigo, le repugna la violencia bélica que veía. Pero su contacto con la guerra, sargento de Ingenieros, era circunstancial. No había visto de cerca el horror del combate, solo cuando montaban un blocao o fortificaban alguna pequeña posición. Hasta que le tocó ir a Melilla tras la rota de Annual y, construyendo las defensas exteriores de la ciudad sitiada, comprendió lo que se estaba viviendo al ver los cadáveres insepultos, los muertos que aparecían por doquier y la desolación general. Escribía: Yo no puedo contar la historia de Melilla de julio de 1921. Estuve allí, pero no sé dónde; en alguna parte, en medio de tiros de fusil, cañonazos, rociadas de ametralladoras, sudando, gritando corriendo durmiendo sobre piedra o sobre arena, pero sobre todo vomitando sin cesar,  oliendo a cadáver, encontrando a cada nuevo paso un nuevo muerto, más horrible que todos los vistos hasta el momento antes (p. 90). Palabras clarificadoras sobre el estado emocional del soldado que llegó a recuperar el territorio perdido.
   Pero Barea se coloca en un plano distanciado de la realidad. Está en los hechos pero los describe como si no le afectaran. Está en la guerra pero no sufre el ardor guerrero ni asume su posición de soldado de una de las partes. Habla de la corrupción, de la que él participó, como si le fuera circunstancial, sin especial arrepentimiento. Era el sistema el que ponía a las personas en las situaciones sin que lo pudieran evitar, salvo los máximos responsables que, en vez de combatirlas, las impulsaban. No pone más énfasis en describir la guerra que la enfermedad –tifus-que padeció. También porque Barea sufrió más de tifus que de guerra. El que escribe es el escritor, no es el soldado.
   Sin duda es una de las novelas claves de la literatura de la guerra de Marruecos, a pesar de que solo le dedica algo más de cien páginas y que se limita a narrar algunos episodios de los que fue testigo y no la situación general. Pero los detalles están plasmados de tal manera que se puede comprender de manera amplia lo que podía estar pasando.
   En 1990 Mario Camus dirigió una serie para Televisión Española basada en la trilogía de Barea.