SILVA,
Lorenzo: El
nombre de los nuestros (Destino. Barcelona 2001. 285 páginas + 1 hoja;
Booket. Barcelona 2002. 284 pp; Planeta-De Agostini. Barcelona 2004. 284 pp; Somadil;
Casablanca 2012. 247 pp.).
-
Carta
blanca (Espasa. Madrid 2004.346 páginas; Booket. Madrid
2005. 346 páginas).
Cuando Silva Publicó El nombre de
los nuestros en 2001 ya era un autor conocido y ganador del premio Nadal
del año anterior con El alquimista
impaciente. Pero la novela que comentamos supuso un cambio en la
temática de su narrativa, dejó el presente y volvió la mirada literaria a la guerra de
Marruecos. Por su manera original de abordarla, se puede considerar un hito en
el ciclo narrativo de Annual que tiene un largo y discontinuo recorrido, autores
dispares, visiones contrapuestas y grandes diferencias de calidad.
Lorenzo Silva, que
conoce los hechos y la bibliografía, aborda el argumemnto con dos
características. Primero, sitúa la acción no en el campamento principal, sino
en las posiciones avanzadas cercanas a la costa: Afrau, Sidi-Driss y Talilit.
Los hechos principales sucedidos en Abarrán, Igueriben, Annual, Dar Drius,
Monte Arruit, etc., solo se mencionan incidentalmente en la narración. Segundo,
que se centra en la vida de los soldados en una posición apartada y no en los
grandes jefes militares, los hombres sometidos a los rigores propios y a las
situaciones más penosas como el blocao, la avanzada, la aguada diaria bajo el
fuego enemigo, la sed y el hambre, la herida y la muerte. Esa guerra extraña a la que se veían sometidos: el maldito terreno
forzaba esa guerra mínima y cruel, tan distinta de la que el teniente había
estudiado en la academia de artillería. Era una guerra chapucera y fastidiosa,
por la que no sentía ninguna curiosidad intelectual (página 105). El autor
se ha informado de las peculiaridades de la convivencia cotidiana en una
posición; ha consultado relatos y ha escuchado a los familiares de los que
sufrieron la pesadilla, ha oído en su casa las historias del abuelo. Y lo
reproduce con una fidelidad remarcable porque no lo que nos es auténtico al
cien por cien, lo parece sin impostura. Aunque pule los diálogos y no cae en la
recreación del habla de la época, como reconoce en el prólogo, he renunciado a imitar con absoluta
fidelidad el habla probable de aquellos soldados, que para mi gusto habría
lastrado el texto de un excesivo casticismo (página 7). Lo que es de
agradecer después de haber leído relatos perjudicados por un habla
pretendidamente cruda que posiblemente no fuera la que se utilizara.
El sargento Molina
es uno de los que ocupan Afrau. Un hombre recio, honrado, que procura mandar
con justicia y sin distinciones. Que comprende la filosofía del cabo Amador,
socialista, aunque no comparta ideología. Y que trata de adaptarse a las
circunstancias para conservar la vida y proteger la de los subordinados. Aunque
no entienda la guerra que libran: Venimos,
conquistamos sus pueblos, y después de todo eso ellos siguen siendo tan pobres
como antes, pero tiene que soportar que los que mandamos seamos nosotros
(página 77). Una postura muy extendida entre los soldados, más ajenos a las
componendas políticas que al instinto de supervivencia. Mientras en España se discutía
con apasionamiento la situación en Marruecos: Uno compra el periódico y lo leen catorce. Y los catorce tienen
opinión, cual si fueran generales desaprovechados (Página 70).
Lorenzo Silva va
creando una atmósfera de angustia, que es la que sintieron los soldados
españoles atrapados en una posición y sin noticias del resto. Quiere reproducir
la situación de miedo, incertidumbre,
desesperanza. Lo que parecía ser una posición tranquila, Afrau, con un blocao más
peligroso, se va convirtiendo en una ratonera. Los españoles empiezan a tener
noticias confusas, inconexas, de la caída de las posiciones avanzadas como
Igueriben. Sienten después la presión insostenible de la harka rifeña. Les
obligan a replegarse a Sidi Dris, otra posición más en la línea de costa, y en
el camino los compañeros caen abatidos, los supervivientes sufren un fuego
continuo que no pueden hacer cesar. La muerte es una compañera más. El lector
entre en la tensión de la desesperación que los infantes españoles padecen. El
autor transmite esa sensación con una redacción paciente pero eficaz. Los
españoles sitiados son auxiliados desde los barcos de la Armada que procuran
mantener al enemigo alejado. Pero todos saben que el asalto final se producirá.
La incertidumbre,
unida al hambre y sed, al calor insoportable, al pavor ante un final desastroso
va mermando la condición humana de los hombres: A aquellos hombres ya ni siquiera les imponían los muertos. Llevaban
tres días apartándoselos de encima, y el aroma macabro de su corrupción era el
aire mismo que respiraban. De pronto caía un hombre, y cuando sus compañeros
comprobaban que había dejado de alentar,
miraban primero si había agua en su cantimplora y después le quitaban el
fusil y los cartuchos que le quedaban. Alguien lo arrastraba bajo el fuego
hasta el depósito improvisado al otro extremo del parapeto y allí se quedaba
olvidado. Con inconfesable crueldad, todos preferían eso, que el que cayera lo
hiciera muerto y no herido grave. Un herido grave, como un muerto, significaba
un fusil silenciado y un defensor menos, pero tenía sobre el muerto el
inconveniente de exigir cuidados y estorbar a los combatientes que debían
contener la hemorragia y llevarle a la enfermería. Allí le tumbaban donde
cupiera y le hacían lo que podían, en pésimas condiciones. Ya no quedaban
vendas, ni desinfectantes, ni anestésicos (página 170).
Posición de Afrau en la costa del Rif
La historia es
conocida y se puede adelantar sin miedo a boicotear la novela. Afrau es
evacuado por la Armada, pero Sidi-Dris perece. Silva detalla los hechos, nos pone
en la situación del soldado cuyo único objetivo es salvar la vida. El final es
la supervivencia, no cabe ya más disquisición política, humanitaria o
filosófica. El enemigo es cruel y no atiende a criterios de piedad. La
descripción del momento es brillante.
Podía haber acabado
la novela en ese momento histórico, pero el autor prefiere añadir dos capítulos
sobre el cautiverio de lo algunos supervivientes, y el rescate final casi
dieciocho meses después. La novela no da nombre auténticos, aunque es fácil
reconocer a algunos personajes. Prefiere el anonimato para que la situación
quede despojada de la crítica de los hechos verdaderamente sucedidos y de la
responsabilidad de algunos militares. Pero la descarnada descripción de los
mismos, incluso más suave que la pura realidad, es la que le da a la novela la
fuerza que necesita el autor para convencer al lector.
Tres años después
Lorenzo Silva volvió a novelar sobre el Rif en la primera parte de la novela Carta blanca (2004). También tras la
derrota de Annual, el escenario es en este caso la zona próxima a Melilla,
Zeluán y Segangan. Pero ya no se centra en la campaña sino en el deseo de
venganza que mueve a unos legionarios y que acabará en Badajoz en 1936. Los
héroes del Rif acabarán siendo los villanos de la Guerra Civil. Los legionarios
de la primera parte del libro se parecen mucho a los abnegados soldados de El nombre de los nuestros, pero la vida
es larga y el sufrimiento mucho. Carta blanca es una novela que recupera un
género de aventuras bélicas que ha sido muy poco usado en España, donde las
novelas bélicas tienden a la crítica social o política. La lucha por la
supervivencia, hace que el soldado tenga que elegir entre matar o morir y deja
aparcadas para otro momento las consideraciones intelectuales. Las aventuras
bélicas en el norte de África tiene algunos –pocos- antecedentes en la
literatura contemporánea española; podemos citar El fuerte de los vencidos (1953) de Gloria de Gaspar, Las últimas fronteras (1962) de Luis
López-Nuño o La montaña de los
guerrilleros (1967) de Luis Monreal
Agustí.
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